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todos los demás, yo sí— comprobábamos las
delicias del “dolce far niente”, le convirtió en
una especie de embajador de los demás. En
cuanto veíamos la furgona de Calo aparcada
a la puerta de la Academia, en la piazza San
Pietro in Montorio, sabíamos que tendríamos
noticias de algún sitio al que no iríamos, por-
que… se estaba tan bien en Roma. Esta es la
primera imagen de Calo Carratalá: la de un
pintor que sale a buscar sus paisajes y sus
escenarios, con los que llega a obsesionar-
se de manera intensa. Se diría que una raza
de alienígenas lo ha seleccionado para que,
mediante sus pinturas, les dé noticias de la
belleza del mundo, les ofrezca instantáneas
plausibles para que no nos destruyan con un
rayo láser. Y si se juntan todos esos paisajes
que, durante años, ha ido pintando Carrata-
lá, se diría que ha conseguido su propósito,
que si los alienígenas no nos han destruido
todavía, es porque, en efecto, el mundo es un
lugar lleno de una sagrada belleza callada.
El adjetivo no está puesto al tuntún: el
silencio es importante en la pintura de Carra-
talá, el silencio “suena”, sus colores y sus for-
mas tienen esa cualidad sinestésica. La sines-
tesia no es sólo una palabra que aparece en
los prospectos farmacológicos para explicar
unos efectos secundarios —el aumento de la
percepción de un sentido que invade el terri-
torio de otro, esos sonidos que tienen cualida-
des visuales, esas imágenes que tienen cua-
lidades olfativas, el sabor de los melocotones
que te hacen oír la voz difunta de tu madre, el
olor a limpio de una sábana que te hace ver el
cuarto de tu infancia—, sino también un muy
difícil recurso artístico, un efecto que está sólo
al alcance de los maestros. Y la pintura de Ca-
rratalá goza de esa capacidad sinestésica gra-
cias a la cual en sus paisajes podemos oír el
silencio que suena en esos paisajes. Desier-
tos, llanuras quemadas de nieve, frondosas
selvas, cumbres blancas, mares que parecen
espejos de los cielos que se han asomado a
ellos. En todos hay un silencio particular, un
silencio contagioso que pasa del pincel de Ca-
rratalá a los adentros de quien se pone ante
uno de sus cuadros. No es el mismo silencio
el que oímos en sus cuadros adriáticos, una
serie esencial en su obra, como el que se oye
en estos cuadros nórdicos que ahora presenta.
Según tengo entendido, la nueva serie nace de
otra estancia en el extranjero, en algún pueblo
escandinavo donde hay una residencia de ar-
tistas en la que, naturalmente, Calo Carratalá
paró poco, porque otra vez prefirió lanzarse
por los caminos a capturar un paisaje.
De los paisajes de Carratalá se puede
decir, sin temor a incurrir en exageración,
que son extremos. Y eso, de alguna manera,
define su pintura, pues el primer movimiento
que hace un artista, cuando lo es de verdad,
es siempre de selección, y una vez decidida
ésta, hay otro movimiento inmediato que es el
de entrega: Carratalá es de los que necesitan
aproximarse a su paisaje selecto mediante nu-
merosos estudios, algunos de los cuales son
ya, claramente, obras imponentes, por muy
escudadas en la condición de boceto o apro-
ximación que estén. Esa tendencia a situarse
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