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va mamprendre aleshores una escapada; una
escapada que acabarien sent moltes i que,
en realitat, no han acabat encara, a llocs, a
més, que sempre passen per característics i
exòtics. La senzillesa clàssica i limitada de les
seues pintures hortolanes i locals es va tornar
romanticisme aventurer —per dir-ne alguna
cosa— i a tindre’n una com a fúria pictòrica,
en la mesura del possible. Vaig començar a
veure, per ací o per allà, pintures soltes de
Calo Carratalá amb fars a la vora de precipicis,
amb desolades planes i amplis cels infinits i
ennuvolats, amb espais il·limitats davant dels
quals tota figura no era a penes res. La mateixa
pintura va passar a ser més nerviosa, ràpida,
arrabassada —sempre en la mesura que siga
possible en este controladíssim pintor. Doncs
bé, en veure les pintures seleccionades en
“TorrentTorrent”, em vaig adonar que el pintor
havia volgut oferir, en retrospectiva, una imatge
concreta de la seua obra, hàbilment triada,
perquè no es vera del tot aquella cesura, o
per a assenyalar que, verdaderament, mai no
hi va haver, si és el cas, una cesura entre un
pintor clàssic i seré i un altre romàntic i —més
o menys— furiós. Hi havia entre aquelles
pintures algunes que representaven, com va fer
Corot, el mateix canal de reg a diverses i tan
distintes hores de la llum i del dia. El nostre
artista no era solament —com probablement
havíem cregut— un pintor de la raça sintètica,
òptica i visiva, un —diguem-ne— corotià
innocent i res més. No, ara, en veure novament
les velles pintures de l’horta, sabem que el
nostre pintor és, i que sempre ho ha sigut, un
pintor de volença més aviat analítica, que pren i
deixa com a codis retòrics les diverses maneres
de pintar, si se’m perdona esta elucubració
pedantesca.
Calo, després de veure amb els seus ulls
tots eixos llocs extravagants i peculiars, ha
pintat des d’aleshores —sud li motif, com
va dir Juan Manuel Bonet cezannianament,
o potser sud li promenade o sud li souvenir,
com se m’ocorre dir, a mi, ara— els fars
dels abismes costaners, el Gran Canyon del
Colorado i els deserts americans, sorramolls
i penya-segats, congostos i roquissars. (I
perdó, perquè certament ja no hi ha llocs
extravagants, sinó únicament persones vulgars
que van on els diuen que hi ha una possibilitat
d’extravagància, ja codificada.) I el 2006 va
presentar Calo la seua sèrie Neu, composta de
vistes alpines de cims esmolats amb tàlvegs
de boscos d’avets o amb troncs nus com els
d’un hivern etern. Esta última col·lecció tenia
olis i aquarel·les, i entre les aquarel·les n’hi
havia d’una finor i una evanescència xineses
o japoneses, com tocades —molt poc— per
un pèl de tinta negra aèria i aigualida. Vaig
recordar aleshores les pintures japoneses,
però també el Goethe que, amb els seus
amics dibuixants i romàntics, va escalar el
massís de Sant Gotard, en plena ebullició del
romanticisme més indòmit, el Goethe, del
Sturm und Drang.
Però Calo Carratalá no és —tampoc— un
pintor romàntic, com mai no ho havia sigut,
sinó cum grano salis un pintor corotià. Els
pintors sintètics pretenen, i a vegades
Entre los menos metafísicos de aquello pintores —todos muy pintores— estaba
Calo Carratalá Recuerdo, con verdadero gusto, sus tablitas de entonces, y en sus
tablitas sus pequeñas vistas de la huerta moderna, con sus acequias cementiles
y sus torres eléctricas y —sobre todo— con esas melancólicas masías que, en
medio de los naranjos y tapadas por un cogollo de pinos y cipreses, parecen toda-
vía estar bailando una polka de los tiempos de Blasco, moro de paisano. Hay, en
medio de las huertas, estas casitas que se ven desde el coche o desde el tren, y
bien dan ganas de irse a vivir en una de ellas para siempre. Pueden tener un por-
che con su pintura cremosa pero descascarillada, y una puerta verde, de madera,
cerrada hace ya tiempo. Algunas tienen el caminito, blanco, flanqueado por ciprés,
almendro o avellano, de salida de la finca.
Aquella pinturas de Calo Carratalá aquellas pequeñas pinturitas encantadoras, me
recordaban la concisión exacta del Corot italiano, la pintura de manchas con la que
Corot, concisa, sintéticamente, urdió las maravillosas vistas de los trigos de la ville
d´Avray o las de La Cervara. Era, también, el recuerdo de los pintores italianos de la
macchia, los macchaiaioli, con los que un día hermané en otro escrito a otro de las
pintores que estuvieron presentes en Muelle de Levante, el gran Marcelo Fuentes,
il macchiaiolo por antonomasia. Y entre aquellos no metafísicos —aunque sí, quizá,
algo novecentistas— pintores valencianos, y aunque no estuviera en Muelle de
Levante, me gusta recordar también ahora a Pedro Esteban, que en su día pintó,
con mucha concisión, igualmente bloques de pisos al pie de los sembrados, calles
con furgonetas en vacíos polígonos industriales y palmeras en despoblado. Pero la
de Calo Carratalá en concreto, era, ya digo, una pintura precisa y exacta, con sus
autopistas, sus canales, sus depósitos y sus masías: una pintura de la huerta, vista
según un ojo sintético y corotiano.
El caso, de todas formas, es que no había terminado siquiera aquella década última
del tremendo siglo, cuando el pintor debió comenzar a sentir un cansancio. Era el
cansancio de la huerta y de la síntesis. Calo emprendió entonces una escapada;
una escapada que acabarían siendo muchas y que, en realidad, no han terminado
aún, a sitios, además, que siempre pasan por característicos y exóticos. La senci-
llez clásica y limitada de sus pinturas hortelanas y locales se fue tornando roman-
ticismo aventurero —por decir algo— y a tener una como furia pictórica, dentro
de lo cabe. Comencé a ver, por aquí o por allá, pinturas sueltas de Calo Carratalá
con faros al borde de precipicios, con desoladas llanuras y anchos cielos infinitos y
anubarrados, con espacios ilimitados ante los que toda figura no era apenas nada.
La propia pintura pasó a ser más nerviosa, rápida, arrebatada —siempre dentro de
lo que cabe en este controladísimo pintor. Pues bien, al ver las pinturas selecciona-
das en TorrentTorrent, me di cuenta de que el pintor había querido dar, en retros-
pectiva, una imagen concreta de su obra, hábilmente entresacada, para que no se
viera del todo aquella cesura, o para señalar que, verdaderamente, nunca hubo, en
su caso, una cesura entre un pintor clásico y sereno y otro romántico y —más o
menos— furioso. Había entre aquellas pinturas algunas que representaban, como
hizo Corot, el mismo canal de riego a diversas y tan distintas horas de la luz y del
día. Nuestro artista, pues, no era sólo —como quizá habíamos creído— un pintor
de la raza sintética, óptica y visiva, un —digámoslo así— corotiano inocente y nada
más. No, ahora, al ver de nuevo las viejas pinturas de la huerta, sabemos que
nuestro pintor es, y que siempre fue, un pintor de querencia más bien analítica,
que toma y deja como códigos retóricos las diversas maneras de pintar, si se me
perdona esta elucubración pedantesca.
Calo, después de ver con sus ojos todos esos sitios extravagantes y peculiares,
ha pintado desde entonces —“sur le motif”, como dijo Juan Manuel Bonet cezan-
nianamente, o quizá “sur le promenade” o ”sur le souvenir”, como se me ocurre
decir a mí ahora— los faros de los abismos costeros, el cañón del Colorado y los
desiertos americanos, esteros y acantilados, quebradas y roquedales. (Y perdón,
porque ciertamente ya no hay sitios extravagantes, sino únicamente personas
vulgares que van donde les dicen que hay una posibilidad de extravagancia, ya
codificada). Y en 2006 presentó Calo su serie Nieve, compuesta de vistas alpinas
de cumbres afiladas con vaguadas de bosques de abetos o con troncos desnudos
como los de un invierno eterno. Esta última colección tenía óleos y acuarelas, y
entre las acuarelas las había de una finura y una evanescencia chinas o japonesas,
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