No es que el artista quiera ponerse en
camino: es que no le queda otro remedio que
hacerlo. No hay verdadera obra de arte que no
esté impelida por una necesidad, por una pre-
gunta que aparentemente no tiene respuesta,
por un hambre.
En su
Estética como ciencia de la expre-
sión y lingüística general
afirmaba Benedetto
Croce que el ser humano nace poeta:
Homo
nascitur poeta
. Uno piensa más bien que el
hombre nace pintor, con hambre de pintura,
y sólo cuando descubre su incapacidad para
entender cuanto ve sin más intérprete que la
mirada necesita recurrir a la poesía. Un poeta
suele ser un pintor frustrado. Es fácil adivinar
qué clase de poeta hubiera sido Calo Carrata-
lá: el mismo que hubiera sido, probablemente,
aquel personaje de Ibsen, Peer Gynt, de haber
sido poeta y no personaje. Uno condenado por
sí mismo a vivir en los bosques y huir a las
montañas, purificado por la música de la na-
turaleza. De algún modo, Calo es ese poeta,
pero ha conseguido serlo siendo pintor, que es
la forma más completa de serlo, la que sólo
unos pocos elegidos alcanzan.
Conocí a Calo Carratal
á
en Roma, en el
año 2000, cuando tuve la fortuna de compartir
con él beca en la Academia de España en el
Gianicolo. Recuerdo que uno de los debates
que surgían a veces en las horas que pasá-
bamos tomando café después de las comidas
era si, en aquel tránsito entre los siglos XX y
XXI, Roma seguía siendo el lugar ideal para
que un pintor continuase su formación (que
no acaba nunca), en lugar de otras urbes más
modernas y con más peso en eso que aho-
ra se llama «mercado». En el caso de Calo
Carratalá esa pregunta carecía (y carece) de
todo sentido: cualquier ciudad que abunde en
lecciones de los viejos maestros, y qué otra
como Roma, sigue siendo el mejor manantial
para un pintor que siempre dialoga con ellos,
pinte lo que pinte. Sólo el hambre de pintura
es equiparable al hambre de paisaje que hay
en Calo Carratalá, cuya mirada tiene esa sin-
ceridad de buscar el diálogo no con nosotros
(sabe que nosotros iremos a buscarle sólo si
antes ha encontrado la verdad que buscaba; y
lo ha hecho) sino con esos antiguos maestros
en los que ha aprendido que cada pincelada
es lenguaje y cada punto de fuga, sintaxis de
un idioma que se dice sin palabras para decir
más de lo que podría decir con ellas.
Ahora busco en sumirada lo que buscó la
mía cuando hizo un viaje similar al que ha mo-
tivado estos cuadros últimos suyos. Recupero,
en sus lienzos, en sus dibujos, el viento que me
daba en la cara al recorrer los fiordos en barco,
o al caminar por sus escarpadas pendientes en