En el embarcadero, a solas con la niebla,
se desnuda bajo un cielo bizantino,
un mosaico de húmedos colores,
reluciente, tal que enhebrado con agua.
Deja cuidadosamente sobre los tablones torcidos
cada uno de sus dolores. Cuelga en un gancho
el enrevesado manojo de sus nervios.
Deja caer, amontonados, los paralizados
músculos
en el desierto embarcadero.
Se sumerge en ácidos expertos
que limpian cada resto del yo,
del nombre que una vez tuvo.
Sin aspavientos se da de baja en el Contexto.
Aparece entre la espuma de los sentidos
sencillo como un ejemplo gramatical.
Ya no es siervo de nadie.
Ya no espera las palabras celestiales
que hicieron una vez danzar la pluma en su
mano.
Más cercano que cualquier retina
un paisaje reducido a sus elementos mínimos
transforma el verano en bóveda sobre él.
Una casa tan blanca que se confunde con el
cielo luminoso.
Una mujer intuida, igual de blanca.
Renuncia también a esa imagen.
Pensaba que era la última,
pero debe irse aún el pájaro en la niebla,
ese pájaro demasiado desnudo como para
tener nombre.
No está presente como pájaro, sino como latido
o anzuelo de canción hace tiempo aniquilada.
Latido tras latido se retuercen los sentidos
borrados.
Ecos del eco. Debe ser libre.
Eco del eco del eco. Se disipa.
Y entonces ya tan sólo queda lo absurdo,
un sinsentido tan amplio
que hay en él sitio para una tormenta de
rostros olvidados
que miran con los ojos muy abiertos la
apertura de la nada.