el hambre de paisaje de
calo carratalá
Nos hemos acostumbrado a vagar de museo en museo un tanto hastiados, sin fijar-
nos ya en las obras maestras repetidas en libros y catálogos, buscando, como en la
vida, el detalle que salve un conjunto tirando a mediocre: un raspado oro del romá-
nico, una taza en una habitación en la que nunca estaremos, una trenza de humo
tras una ventana.
En el museo de arte de la ciudad de Bergen (ciudad que Calo Carratalá —To-
rrent, Valencia, 1959— usó como base para las excursiones que sirvieron de motivo
para los cuadros que ahora presentamos), después de pasar por las salas repletas
de paisajes —todos los países han tenido su siglo XIX, cambiando campiñas por gla-
ciares, Nápoles por Sorrento— uno se encuentra ante un pequeño cuadro de Berent
Grønvold titulado «Interior»: en una habitación en penumbra, un niño de puntillas
sobre un banco se asoma a la ventana entre una maceta y una botella para ver lo
que hay afuera, apenas un manojo de sol despeinado. No sé si Calo, que seguro
Martín López-Vega