busca de algo que uno nunca sabe bien qué es,
pero que siempre está seguro de que sabrá re-
conocerlo cuando lo tenga delante. Uno nunca
sabe lo que va a encontrar cuando emprende
un camino, pero sabe que cuanto más inespe-
rado sea más capacidad tendrá de cambiarle. Y
eso buscamos cuando nos ponemos en cami-
no: cambiar, lo que no quiere decir otra cosa
que descubrir en nosotros mismos aquello que
somos a nuestras espaldas, encontrar lo que
nos define sin que seamos capaces de verlo.
Decía Wislawa Szymborska que de nosotros
sólo sabemos aquello que ha sido puesto a
prueba. Caminando, escribiendo, pintando, no
buscamos otra cosa: ponernos a prueba, saber
más de nosotros mismos, conocernos. Para
luego entendernos, amaestrarnos en secreto,
buscar ese fruto rojo que en estas pinturas de
Calo Carratalá es una casa acogedora en me-
dio de una naturaleza tan hermosa como hos-
til y que en la vida es algo parecido a eso que
llamamos felicidad pero de un modo menos
grandilocuente, algo como ese sentimiento
agradable de sentirse en el hogar al que los
alemanes llaman «Gemütlichkeit».
Desde que contemplé el primer cuadro
de Calo Carratalá algo de mí sabe que sólo
se encuentra cuando se halla ante uno de
sus paisajes. El hambre de su mirada se sa-
cia apenas con esas verdades diminutas que
sólo él sabe recolectar en la inmensidad de
paisajes aparentemente repetidos. Su mira-
da encuentra, separa y nos ofrece los frutos
salvajes del reconocimiento, la soledad con-
fortada y el monólogo interior que se dice sin
palabras. Su hambre de paisaje es un hambre
de dentro: la de quien sabe que sólo se cono-
cerá a sí mismo cuando entienda el modo de
vagar de su mirada. La pintura de Calo Carra-
talá nos aleja de nuestro centro para acercanos
a lo que de verdad somos. Y lo hace mucho me-
jor que toda esta palabrería; acérquense a sus
cuadros, piérdanse en ellos. Cuando se sientan
perdidos sabrán que se han encontrado por fin.
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